En la segunda d cada del siglo actual y en una deliciosa ma ana del mes de junio, un espacioso coche familiar que, tirado por un tronco de gordos caballos enjaezados con arneses bru idos y resplandecientes, avanzaba a una velocidad de cuatro millas por hora, se detuvo junto a la verja de hierro del colegio de se oritas situado en la alameda Chiswick y dirigido por la se orita Pinkerton. Guiaba el carruaje un cochero obeso, de aspecto imponente, ataviado...