SER general de la Rep blica en los primeros meses de la guerra civil no es, ni mucho menos, una situaci n envidiable. Los generales m s prestigiosos de Espa a se han sublevado contra esta Rep blica antimilitarista que ha respondido a la rebeli n lanzando a las masas proletarias al asalto de los cuarteles. El pueblo en armas ha fusilado a los militares que han ca do en sus manos y luego se ha puesto a hacer la guerra improvisando el m s incongruente ej rcito del mundo; un ej rcito en el que las virtudes militares son consideradas como delitos. Los generales, jefes y oficiales que han permanecido fieles a la Rep blica sucumben heroicamente en el vano intento de organizar para la guerra a unas masas revolucionarias que al sentirse impotentes se revuelven furiosas contra ellos al grito de: Hemos sido traicionados; fusilemos a los jefes . Los militares que no tienen temperamento de m rtires desertan uno tras otro. El pueblo en armas no acata m s jefes que los suyos y convierte en comandantes y generales a sus agitadores y a los directivos de sus sindicatos. Largo Caballero ha recorrido los frentes de la Sierra disfrazado de caudillo tropical, cubierto con un inveros mil sombrero de alas anchas y armado con un rifle. Las tropas rebeldes arrollan f cilmente a estas masas heroicas e insensatas. Pero los duros reveses del frente van alumbrando poco a poco un curioso y vergonzante redescubrimiento de las virtudes militares. Los anarquistas han lanzado una consigna parad jica: Disciplinemos la indisciplina es su disparatado slogan. El Partido Comunista es la nica fuerza revolucionaria que no tiene que inventar la disciplina, pero contribuye a la cat strofe porque no consiente m s disciplina que la suya propia. Con el mismo entusiasmo con que organiza el Quinto Regimiento que ha de ser el germen del futuro ej rcito del pueblo, el comunismo se aplica a destruir los cuadros subsistentes del viejo ej rcito nacional. Mientras tanto el Gobierno de la Rep blica y los mi
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