En unas horas pl cidas, banales, de un domingo radiante, Francia, la Francia que cre amos inmortal, se hab a hundido, quiz s para siempre, entre la indiferencia absoluta de una gran ciudad alegre y confiada, el discurrir perezoso de una muchedumbre endomingada que llenaba los jardincillos del H tel de Ville presenciando con inconsciente curiosidad provinciana el ir y venir de los autom viles oficiales y el ajetreo miserable de cientos de miles de...